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¿Casarse o no casarse? He ahí la cuestión

Actualizado: 29 mar 2021



Ah, el 14 de febrero. Clímax del amor romántico. El día de las flores, los globos y los chocolates. Estás cenando con tu pareja en un bello restaurante adornado con velas y rosas. De repente, a la hora del brindis, algo brillante estancado en el fondo de la copa llama tu atención. Es… un anillo. Tu corazón se acelera y cuando volteas a ver a tu pareja él o ella está con una rodilla al piso y un ramo de flores y pronuncia las palabras mágicas:


“¿Te casarías conmigo?


No hay mejor momento para criticar a la institución favorita del amor romántico que el 14 de febrero. Sin embargo, es necesario mencionar que este artículo busca analizar el origen del matrimonio, sus motivos, su estado actual y el futuro del final de todas las películas de Disney que vi en mi infancia. La premisa clave es que no hay intención alguna de perpetuar el discurso que critica a las mujeres que sí tienen interés en casarse, formar una familia y quizás tener hijos. Principalmente porque las mujeres ya tenemos suficiente con que se burlen de cada decisión que tomemos y porque considero que cada mujer es libre de decidir qué quiere para ella y su vida.


El matrimonio es una institución presente en muchas culturas a lo largo de la historia. En las poblaciones “occidentales” como México, en teoría, la idea del matrimonio remonta su origen muchos, muchos años atrás. Y a pesar de que, en la actualidad, la idea que predomina sobre el matrimonio es la novia de blanco encontrándose con el novio en la iglesia y jurando, ante Dios, amor eterno, puede que una de las primeras bases del matrimonio como lo conocemos sea, irónicamente, un poquito más pagana y definitivamente mucho más pragmática.


En la Grecia Antigua, curiosamente, el matrimonio mantiene ciertos elementos en común con el de hoy. Los pretendientes peleaban con regalos y mostrando su talento para el baile y el canto (así es) por la aprobación del padre o tutor de la mujer. Quien autorizaba un matrimonio era el padre y definitivamente la novia tenía nulo poder de decidir con quién se casaba. Había un dote de la familia de la novia al novio, por lo que la entrega de la hija al novio era un tipo de “transacción” de bienes. Antes de la ceremonia, la novia pasaba los días previos con miembros femeninos de su familia (un tipo de “despedida de soltera” si lo pensamos bien) y el matrimonio no estaba “oficialmente consumado” hasta que de la relación surgiera un embarazo, el principal objetivo de la unión, ya que estos nuevos hijos serían los que heredarán el patrimonio (incluido el dote de la familia de la novia). Curiosamente, el “matrimonio” griego era bastante vanguardista en la idea de que era posible tanto para el esposo como para la esposa divorciarse, aunque para las mujeres era un poco más complicado. Los motivos eran varios: que si la mujer era adúltera o si no podía tener hijos, por ejemplo. Y si bien el amor o el cariño eran inexistentes al inicio del matrimonio impuesto (especialmente porque las mujeres por lo general tenían unos 14 años y los hombres 30), con un poco de tiempo y muchísima suerte, podían llegar a desarrollarse.


Para la cultura romana, se repitió la misma tendencia con algunas diferencias, entre ellas, que los matrimonios se celebraban a edades más jóvenes todavía. Las mujeres, a los doce (básicamente niñas) y los hombres, a los 14. De esta época heredamos la tradición de entregar un anillo de compromiso al inicio del noviazgo formal y la de sellar el matrimonio con un beso.

Quizás la aparición de la religión católica fue la que le dio a este contrato de unión un tono un poco más romántico, pero también sentó las bases de una fuerte moralidad y una intensa exigencia de sumisión de la mujer hacia el hombre. No sólo eso, sino que dio paso a que lo que había sido un tipo de contrato civil se volviera en un acuerdo religioso. Así que tenemos versículos en la Biblia que dicen cosas como “los dos llegarán a ser un solo cuerpo, así que ya no son dos, sino uno y lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, pero también “Esposas, sométanse a sus propios esposos como al Señor.”. Se habla del amor y del respeto, cierto consentimiento de los casados, pero también de la inmoralidad, como un tipo de remedio a la promiscuidad. Y la promiscuidad era “mala” por una cuestión moral (la lujuria, un pecado). El matrimonio seguía teniendo un objetivo de reproducción, por lo que el adulterio era terriblemente rechazado, a la vez que el divorcio fue dejado fuera del juego.


Sobra decir, por si se lo preguntaban, que el matrimonio entre personas del mismo sexo iba a enfrentarse a más problemas por el hecho de el objetivo inicial del matrimonio, no podía ser cumplido de forma directa: el tener hijos.


Pero después, viene la época en donde surgen esas historias de amor puro, eterno y completamente entregado: el amor cortés de la Europa medieval. La mujer se idealiza como un ser puro y hermoso y el hombre es un educado caballero que la corteja, muchas veces en secreto y muchas veces sin casarse. Cosa curiosa, porque el resto del interés de la época se enfocó en lo religioso. Esa tendencia del amor cortés parece continuar con el paso del tiempo, y tenemos relaciones como la de Dante y Beatriz en la Divina Comedia, la trágica Romeo y Julieta, la tormentosa historia de Elizabeth y Darcy pero la realidad de las mujeres y su relación con el matrimonio en el mundo occidental siguió siendo básicamente la misma: una descendencia descarada del sus antecedentes griegos, romanos y católicos y sobretodo, el factor económico era el más importante de todo.


Jane Austen abre “Orgullo y Prejuicio” diciendo que “Es una verdad universalmente reconocida que, un hombre soltero en posesión de una buena fortuna, debe necesitar una esposa.” Y es que la realidad para las mujeres es que las opciones más allá del matrimonio, eran pocas. Por algunos años la mayoría de las mujeres no podían poseer propiedad privada, lo que las hacía verse obligadas a contraer matrimonio para tener alguna fuente de ingreso y alguien que se hiciera cargo de las tierras y los bienes que sus padres habían cultivado. Las opciones de trabajo eran pocas, con pagas quizás un poco insuficientes. Pocas y nulas mujeres podían continuar sus estudios para poder tener un oficio que les permitiera desarrollarse profesionalmente y tener un ingreso que, en teoría, les permitiría sustentarse, adicionalmente. La presión social por tener hijos o por el terror de ser una “solterona” podrían ser otros factores que influenciaron a las mujeres por optar por el matrimonio, más por su practicidad, que por la idea de un amor verdadero y eterno.

Quizás esto ayuda a explicar el hecho de la brutal estadística de que muchísimos matrimonios terminan en un divorcio: el hecho de que más que ser una decisión libre era, para muchas mujeres, una decisión pragmática, un modo de supervivencia. Pero en los tiempos modernos en los que gracias a los esfuerzos de muchas mujeres de la historia que lucharon por cosas tan básicas como el tener propiedad privada, el poder ingresas a la universidad y el poder divorciarse, nuestras opciones son, en teoría, un poco más amplias ahora que hace 50 años y aun así, mi Facebook está llena de compromisos.


De alguna forma, creo que la mayoría crecimos con la idea de que el matrimonio era el gesto más puro y formal del amor: la idea de compartir tu vida con alguien, prometerle amor eterno (en las buenas y en las malas), crear una familia y envejecer juntos y que esa idea está tan dentro de nosotros qué es difícil visualizar una vida “exitosa” fuera de ese paradigma. Quizás, sin embargo, de alguna forma parece seguir vivo el romance porque ahora que tenemos la posibilidad de no hacerlo, algunas mujeres deciden dar el sí: el sí a un amor más maduro, con completo consentimiento, entendiendo los beneficios legales y, sobretodo, sabiendo que es un amor completamente imperfecto y que aun asi, van a intentarlo.


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